La construcción de infraestructuras no garantiza el desarrollo de las zonas rurales

© J. Baños Torres | Profesor Titular de Universidad. Economía Pública., Universidad de Castilla-La Mancha En su intento de corregir problemas territoriales, ¿es posible que el sector público, al invertir y financiar ciertas infraestructuras, pueda acabar provocando efectos no deseados sobre los núcleos de población menos desarrollados?

Aunque prevalece la idea de que el mercado es el mecanismo más eficiente para la asignación de los recursos, existen fallos de mercado que justifican plenamente la intervención del sector público a partir de algunas de las funciones que tiene encomendadas. Concretamente estas tres:

1. La función asignativa, que asegura la provisión de bienes y servicios que el mercado no provee, o lo hace de forma inadecuada, y garantiza un funcionamiento eficiente del mercado.

2. La función redistributiva (de la renta primaria) para alcanzar un patrón socialmente aceptable.

3. La función estabilizadora y de crecimiento, con la que busca reducir o limitar las fluctuaciones económicas, estabilizar el nivel de precios y alcanzar el pleno empleo.

En este contexto, planteamos un problema nada novedoso: el despoblamiento rural. El mercado no ha hecho más que agrandar el evidente despoblamiento de las zonas rurales. No se ha cumplido la previsión de que con la libertad de circulación se llegaría a una cierta convergencia territorial (entendida como un nivel de renta suficiente para promover un cierto equilibrio económico entre regiones).

Como solución, las distintas instancias administrativas diseñan políticas públicas de intervención territorial. Son numerosos los programas e iniciativas enfocados hacia el desarrollo del entorno rural que viene planteando la Unión Europea desde hace décadas.

Los objetivos son múltiples: desde el primero y fundamental de revertir el proceso de despoblamiento, hasta la diversificación económica, pasando por cuestiones medioambientales.

¿Qué soluciones se plantean?

Una de las iniciativas estrella para promover el desarrollo rural es la inversión en capital fijo, de manera particular en infraestructuras de naturaleza viaria (carreteras, autovías, ferrocarril). Ya los primeros economistas clásicos, defensores a ultranza de la libertad de mercado, se planteaban la necesidad de que el sector público costease este tipo de inversiones.

Las expectativas que genera la mera construcción de infraestructuras en las zonas afectadas son enormes, en la creencia de que con ellas se asegura la dinamización socioeconómica.

Pero ¿son esos los verdaderos efectos? De entrada, hay un acuerdo prácticamente unánime en que la dotación de infraestructuras es una condición necesaria para tratar de alcanzar los objetivos, y que es un elemento importante para activar el desarrollo territorial. No obstante, ¿es esto suficiente? Es más, ¿podría estar provocando el propio sector público ciertas externalidades de efecto negativo sobre los territorios menos desarrollados con la aplicación de estas políticas?

Es evidente que las infraestructuras son necesarias. No obstante, en la mayoría de los casos, no bastan para parar y revertir el problema fundamental, el despoblamiento, fundamentalmente por motivos laborales.

Ya se ha dado el caso de que la consecuencia de la intervención pública acaba siendo, precisamente, la contraria a la esperada. En Italia, en la década de los cincuenta del siglo pasado, se diseñó el proyecto “Cassa del Mezzogiorno”. Con él, se buscaba dinamizar la zona sur del país mediante la construcción de grandes infraestructuras de comunicación que lo conectasen con el norte, más desarrollado, sin tomar en cuenta la diferente naturaleza de ambas regiones. Dicha intervención no sirvió para dinamizar el sur de Italia y el norte mantuvo su pujanza económica.

Los resultados

En términos generales, a partir de cualquier técnica de evaluación que valore junto a los beneficios y costes económicos otros de distinta naturaleza (sociales, medioambientales, geográficos o humanos), los beneficios superan a los costes.

Es cierto que se alcanzan metas como la rapidez en los desplazamientos, la seguridad en la vía o el ahorro de combustible. Sin embargo, ¿qué sucede con las jurisdicciones intermedias ante la reducción de servicios que en ellas se produce? ¿Y con las que carecen de las capacidades humanas, económicas e institucionales para aprovecharse de las nuevas inversiones?

En este sentido, por la propia configuración del territorio, es un hecho innegable que, con independencia de las infraestructuras de comunicación que se construyan, los grandes proyectos de inversión suelen favorecer a los polos más desarrollados y con mayor crecimiento.

Por tanto, una intervención que busca favorecer al territorio en desventaja acaba reforzando aún más la concentración de la población y de las actividades vinculadas a la generación de mayor valor añadido y, consecuentemente, jerarquizando de manera más aguda el territorio.

Planificar y evaluar

La idea de desarrollo territorial no se ha visto modificada sustancialmente con el paso del tiempo y urge una reflexión sobre ello, dado que el problema está más vigente que nunca.

La planificación y la evaluación de los proyectos –antes, durante y después de su aplicación– son esenciales para evitar o atenuar los efectos indeseados para determinados grupos de población, sobre todo en las zonas rurales, aunque sin olvidarnos de la despoblación de ciudades pequeñas e intermedias.

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