Sin-sentidos, sin-serranía
© Rebeca Torada Máñez | Dejo Cardenete en el autobús
que Renfe pone en sustitución al tren. Aunque el paisaje es el mismo, el
sentido de la vista se ve perturbado por el temblor y ruido del motor; nada que
ver con el placentero trayecto sobre las estables vías. Voy a echar de menos,
especialmente, la travesía del Puente de los Imposibles, esa vista que por
momentos nos convertía en aves.
Soy emigrante (interna) de segunda generación,
criada a galope entre la configuración de una pequeña ciudad industrial
valenciana y la permanencia de una cultura y tradición castellana, muy
arraigada a la tierra, al paisaje. Así, en el momento en que mi padre tenía más
de cuatro días juntos sin trabajar, nos "enlatábamos" en el Renault 4
y marchábamos al pueblo. En la infancia era un viaje largo, pesado, pero
compensaba enormemente llegar a un lugar donde sentíamos la libertad de
movernos sin estar bajo la mirada adulta vigilante, porque el pueblo era un
lugar seguro.
Son muchos los recuerdos de lo vivido en Cardenete,
pero sin duda sobresalen los forjados con el abuelo, que vivía aquí, cuando,
cual avanzadilla, veníamos algunas de las nietas en julio. Con él madrugábamos
para caminar al huerto de la mina, regar las patatas y la alfalfa, recoger las
bachocas, los pimientos, los tomates... Revisar los frutales (¡qué ricas
estaban la pumas fresquitas!). Con él aprendimos a amar la tierra, por más que
gruñéramos cuando él nos hacía amanecer antes incluso que el sol. Y así educamos
los sentidos de forma exquisita: el oído a través del sonido del agua
discurriendo desde la balsa hasta los surcos, que bordaban los huertos; la
vista con la progresión de la luz del día, cambiando la tonalidad y la
temperatura de los colores; el olfato con el romero, el tomillo, el espliego y
los tomates. ¡Qué gusto el olor de las tomateras! Y qué sabrosos recién cogidos
de la mata. También el tacto era toda una fuente de aprendizaje con la variedad
de texturas.
Conforme me he ido haciendo mayor, si hay un valor
que me hace volver una y otra vez al pueblo, a Cardenete, es ese disfrute de
los sentidos en un medio tan hermoso como es la Serranía de Cuenca. Pasear y
caminar por sus parajes (el Valle, la Dehesilla, la Cañadilla de Martín…),
cruzar las vías del tren y el Guadazaón hasta el Molino del Castaño, subir a la
Morrita...
Pero desde hace unos años mis sentidos se resienten,
sobre todo el del olfato. La primera mañana que salí este agosto de 2022 rumbo
a la Cañadilla de Martín, una vez rebasada la fortaleza, el olfato comienza a
sufrir un olor fuerte, desagradable, hiriente; cual lanza afilada inunda los
pulmones, encoge el corazón y perturba el resto de sentidos. Y me preguntó,
¿dónde ha quedado el sentido común? Y tengo que reconocer que me enfada, porque
el olor aporta información de todo lo que hay detrás: los purines, la
contaminación de acuíferos, el modelo económico devastador que esconde, que no
genera empleo y sirve a un juego macroeconómico que no va a cuidar de Cardenete
ni de sus gentes.
El resto de días busco alternativas que no pasen
cerca de macrogranjas, pero no es suficiente. Una noche que salgo a bailar y
disfrutar de las amistades, estando en la verbena, sobre las 3 de la madrugada,
nos inunda la fetidez de los gorrinos. “Deben estar soltando purines (¡o lo que
sea!)”. Y una noche festiva es de pronto desagradable.
¿En qué están pensando quienes gobiernan a nivel
local y autonómico? ¿Qué clase de desarrollo es este? ¿Tengo derecho a
enfadarme? ¿Qué quedará de todo esto si se sacrifica de esta manera el entorno
natural y a sus gentes? Marcho desolada, y en este momento estoy a punto de
hacer el trasbordo del autobús al tren en Utiel. ¡Esa es otra!
.-